Es una sensación extraña, la de caminar en medio de una vía abandonada hace tiempo. Miras cómo el deterioro de su pavimento lo aprovecha la naturaleza para recuperar lo que fue suyo, colonizando grieta a grieta, cada trozo o vía abierta, ajada por el paso del tiempo y la falta de uso.
Pero como si fuese un recuerdo vivo, aún percibes el calor del asfalto, como si las bandas de rodadura de los coches se hubiesen quedado impregnadas. Aún huele a neumáticos y a hollín de tubo de escape. Incluso aún mantiene intacto su calor de alquitrán eternamente tostado al sol.
Nada muere si está en el recuerdo de alguien. La vieja carretera cruza paralela a la nueva vía que la sustituye. Ahora no soporta más peso que el de los peregrinos que pasan por ella, y ha cambiado el recauchutado de los neumáticos por las suelas del calzado de los viandantes. Mal hago en llamarla carretera fantasma. Está viva, muy viva y sigue cumpliendo su función: la de habilitar un espacio de paso.
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