Ayer volví a verlo. No muy lejos de donde suele parar, en la entrada del polideportivo, una de las zonas de paso del barrio.
Pero esta vez, no iba vestido como siempre.
Acostumbrado a verlo con su chupa de cuero y casco blanco, chocaba verle con una sencilla camisa a cuadros, de manga corta, chaleco ligero de color negro, una mochila colgada a la espalda y una bolsa de plástico con comida. Caminaba a paso ligero y parecía contento. A juzgar por cómo movía los labios, iba tarareando una canción.
Disfrazado de persona normal, caminando por la calle como cualquier hijo de vecino, enterrando por completo la estampa de aspirante a motero, el que ayer caminaba por Hacienda de Pavones, era Sancho, en vez de Quijote.
Vida que es un baño de realidad permanente, con apenas unas pocas rendijas por donde se cuelan los sueños, esos que de algún modo siempre se persiguen, y que no siempre se cumplen.
Envoltorios que nos camuflan, vidas que no descubren lo que somos. Intimidades que salen a la superficie, a ratos. Común denominador.
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