Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




lunes, 2 de julio de 2018

Un grito en suspenso



Andaba a paso lento. Por alguna razón todo lo que tenía a mi alrededor estaba oculto, escondido detrás de una espesa niebla, que volvía todo a mi alrededor más siniestro si cabe, al ser de noche.

Aun así parecía estar tranquilo. Caminaba sin parar, sin dejar de mirar al frente. Sin saber en realidad hacia dónde iba.

Un silencio impenetrable lo envolvía todo. Ni tan siquiera oía el ruido de mis zapatos pese a ir pisando por un suelo de adoquines.

 De repente sentí ruido de pasos, cada vez más próximos que se acercaban por mi espalda. Eran pasos acompañados de gritos de niño. Noté como me daban alcance. Seguía sin ver nada ni a nadie pero sentía sus carreras, sus chillidos, farfullaban palabras que mis oídos no acertaban a entender. Acompañado por ese ambiente que me recordaba al de un patio de colegio, mis pies siguieron su camino, sobre ese sendero de pavés que se había convertido en una especie de recreo, cuando de pronto escuché un ladrido. 

Al principio se oía lejos, muy lejos, tal vez porque aún se confundiera con las voces de mis invisibles compañeros de peregrinaje. Luego el ladrido se fue haciendo más nítido, más cierto, y lo que es peor, más cercano. 

En apenas un momento aquella garganta de animal que ladraba solitaria y remota se hizo acompañar por unas cuantas más. Era toda una jauría que se acercaba por detrás, Oía como las patas pisaban con sus almohadillas el suelo acompañados por gruñidos y jadeos que me daban la certeza de que venían  a toda velocidad, al galope.

Fue entonces cuando comencé a correr. Mis ojos ahora no levantaban la mirada del suelo por miedo a no saber dónde estaba pisando. Mi frente empezó a sentir como se formaban gotas de sudor que inundaron primero toda mi cara y luego corrían hacia el cuello creando una sensación cada vez mayor de sofoco y de angustia. Mi boca se abría exageradamente buscando aire. El cansancio poco a poco iba haciendo mella en mis piernas.

Pero yo corría, corría como si me fuera la vida en ello. 

Entonces fue cuando la vi. En medio de la espesa niebla al fin algo se divisaba. Una puerta de hierro forjado, de barrotes grandes que cerraba el paso a lo que parecía una gran finca de paredes altísimas.

No me quedaba otra. Aquella puerta era mi única posibilidad. Tenía que llegar a ella e intentar subirme.

¿Dónde estaban los demás? Ya nadie corría a mi lado; tal vez todos ya hubieran saltado y estuvieran esperándome al otro lado.

Al fin llegue a la reja. Mis manos se agarraron con fuerza al hierro. Estaba frío y húmedo, lo suficientemente resbaladizo como para que mis manos no fueran capaces de agarrarse bien. Aun así di un salto, conseguí encaramarme hasta una primera altura, justo donde la verja tenía una traviesa que me permitió apoyar el pie.

Cuando iba a intentar dar un segundo empujón para elevarme un poco más fue cuando uno de los perros que me perseguían me dio alcance. Sentí como sus fauces se metían en mi entrepierna, como la mandíbula se cerraba sobre mis testículos.
¡Ayyyy, grité! Con la almohada empapada en sudor, me desperté y con mi grito a mi pobre hermano que compartía habitación conmigo y que a poco de encender la luz, me miraba con los ojos entrecerrados, con cara de no entender nada.

Yo en cambio lo entendía todo.

A la mañana siguiente tuve mi examen de gimnasia. Fui incapaz de saltar el caballo, de dar la vuelta en el plinto, de subir por la cuerda... 

Lógicamente, y como siempre, suspendí.






 

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