Andaba a paso lento. Por alguna razón todo lo que
tenía a mi alrededor estaba oculto, escondido detrás de una espesa niebla, que
volvía todo a mi alrededor más siniestro si cabe, al ser de noche.
Aun así parecía estar tranquilo. Caminaba sin parar,
sin dejar de mirar al frente. Sin saber en realidad hacia dónde iba.
Un silencio impenetrable lo envolvía todo. Ni tan
siquiera oía el ruido de mis zapatos pese a ir pisando por un suelo de
adoquines.
De repente
sentí ruido de pasos, cada vez más próximos que se acercaban por mi espalda.
Eran pasos acompañados de gritos de niño. Noté como me daban alcance. Seguía
sin ver nada ni a nadie pero sentía sus carreras, sus chillidos, farfullaban
palabras que mis oídos no acertaban a entender. Acompañado por ese ambiente que
me recordaba al de un patio de colegio, mis pies siguieron su camino, sobre ese
sendero de pavés que se había convertido en una especie de recreo, cuando de pronto
escuché un ladrido.
Al principio se oía lejos, muy lejos, tal vez porque
aún se confundiera con las voces de mis invisibles compañeros de peregrinaje.
Luego el ladrido se fue haciendo más nítido, más cierto, y lo que es peor, más
cercano.
En apenas un momento aquella garganta de animal que
ladraba solitaria y remota se hizo acompañar por unas cuantas más. Era toda una
jauría que se acercaba por detrás, Oía como las patas pisaban con sus
almohadillas el suelo acompañados por gruñidos y jadeos que me daban la certeza
de que venían a toda velocidad, al
galope.
Fue entonces cuando comencé a correr. Mis ojos ahora
no levantaban la mirada del suelo por miedo a no saber dónde estaba pisando. Mi
frente empezó a sentir como se formaban gotas de sudor que inundaron primero
toda mi cara y luego corrían hacia el cuello creando una sensación cada vez mayor
de sofoco y de angustia. Mi boca se abría exageradamente buscando aire. El
cansancio poco a poco iba haciendo mella en mis piernas.
Pero yo corría, corría como si me fuera la vida en
ello.
Entonces fue cuando la vi. En medio de la espesa
niebla al fin algo se divisaba. Una puerta de hierro forjado, de barrotes
grandes que cerraba el paso a lo que parecía una gran finca de paredes
altísimas.
No me quedaba otra. Aquella puerta era mi única
posibilidad. Tenía que llegar a ella e intentar subirme.
¿Dónde estaban los demás? Ya nadie corría a mi lado;
tal vez todos ya hubieran saltado y estuvieran esperándome al otro lado.
Al fin llegue a la reja. Mis manos se agarraron con
fuerza al hierro. Estaba frío y húmedo, lo suficientemente resbaladizo como
para que mis manos no fueran capaces de agarrarse bien. Aun así di un salto,
conseguí encaramarme hasta una primera altura, justo donde la verja tenía una
traviesa que me permitió apoyar el pie.
Cuando iba a intentar dar un segundo empujón para
elevarme un poco más fue cuando uno de los perros que me perseguían me dio
alcance. Sentí como sus fauces se metían en mi entrepierna, como la mandíbula
se cerraba sobre mis testículos.
¡Ayyyy, grité! Con la almohada empapada en sudor, me
desperté y con mi grito a mi pobre hermano que compartía habitación conmigo y
que a poco de encender la luz, me miraba con los ojos entrecerrados, con cara
de no entender nada.
Yo en cambio lo entendía todo.
A la mañana siguiente tuve mi examen de gimnasia. Fui
incapaz de saltar el caballo, de dar la vuelta en el plinto, de subir por la
cuerda...
Lógicamente, y como siempre, suspendí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario