Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




miércoles, 11 de julio de 2018

La luz roja



         Apenas se baja del coche se abren unas puertas de cristal. A ambos lados dos chicas con su uniforme de trabajo le dan la bienvenida. Poco después comienza a andar por un pasillo rodeado por unas paredes que no dejan ver nada más que lo que tiene delante. Pero él no quiere, mira al suelo, como si con ello tratara huir, de aislarse, de ralentizar en lo posible la llegada a ese fondo donde nada por ahora se perfila.

Sus manos se van a la corbata, y ajustan un poco más el nudo. Lo ha repasado varias veces antes de salir del hotel, dentro del coche. En el fondo pone ahí sus manos porque no sabe qué hacer con ellas.

            Oye comentarios que le dirigen las personas que le acompañan. Lejos de ayudarle, en este momento le agobian. Como si fuera un niño al que le están echando alguna reprimenda, baja la cabeza y mira a sus zapatos, ve como siguen avanzando, paso a paso, como van dejando sus pisadas por un suelo de azulejos cuyo dibujo mira pero no ve.

            A medida que avanza las palabras se convierten en murmullos. Van dirigidas a él, pero apenas sin son ya un rumor, como si a cada paso que diera dejaran de tener sentido; se vuelven un ruido, terminan por sonar como con eco. Eco que viene de la caja resonancia en que se ha convertido ese pasillo, aunque él sospecha que es su cabeza la que solamente lo oye.         

            Tal vez porque su mente esté en otra parte ya. 

            Pasos, más pasos, ¿Cuantos metros tendrá este pasillo? No se acaba nunca. Aunque en el fondo no sabe si quiere que el pasillo se termine. Aun así sus pasos siguen su trayecto, como si en ese momento se hubieran armado de voluntad y decidieran qué hacer y qué no. Mira el reloj, apenas si ha pasado un minuto desde que se bajara del coche. ¿Cómo puede haber un desfase así entre el tiempo de aquí y el que tengo en mi cabeza?, se pregunta.

            Pasa una mano por la frente. Ni rastro de sudor. Sabe que alguien le repasará la cara un instante antes de entrar, pero él prefiere asegurarse. Esta vez los nervios no se han ido a su piel sino al estómago. Un ruido de tripas como si llevara horas sin comer se hace notar en ese instante, aunque los pasos y demás ruidos de la comitiva que le acompaña no dejan que se escuche.

            Ha llegado al final. Ahora sí. No quedan pasos más que dar. Se para en seco. Aparece la maquilladora que apenas si pierde un instante en retocarle.  Un señor con un micrófono y unos auriculares le dice:

-       Ya sabe señor, a la señal, entre.

Efectivamente. Ya lo sabe. No es la primera vez que asiste a un acto así, pero los nervios de hablar en público y de hacerlo ante tanta gente, terminan por acobardar a cualquiera. Para esto no hay experiencia que valga. Es como si fuese la primera vez. Siente que le falta el aire. Da un suspiro. 

Un instante antes repasa la frase, lo primero que dirá justo al entrar, en el momento de dar la mano al presentador, antes de sentarse en su mesa. 

Ve la señal. Se enciende la luz. La luz roja.

Empieza el debate.
           

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