Apenas se baja del coche se abren unas puertas de
cristal. A ambos lados dos chicas con su uniforme de trabajo le dan la
bienvenida. Poco después comienza a andar por un pasillo rodeado por unas
paredes que no dejan ver nada más que lo que tiene delante. Pero él no quiere,
mira al suelo, como si con ello tratara huir, de aislarse, de ralentizar en lo
posible la llegada a ese fondo donde nada por ahora se perfila.
Sus manos se van a la corbata, y ajustan un poco más
el nudo. Lo ha repasado varias veces antes de salir del hotel, dentro del
coche. En el fondo pone ahí sus manos porque no sabe qué hacer con ellas.
Oye comentarios que le dirigen las
personas que le acompañan. Lejos de ayudarle, en este momento le agobian. Como
si fuera un niño al que le están echando alguna reprimenda, baja la cabeza y
mira a sus zapatos, ve como siguen avanzando, paso a paso, como van dejando sus
pisadas por un suelo de azulejos cuyo dibujo mira pero no ve.
A medida
que avanza las palabras se convierten en murmullos. Van dirigidas a él, pero
apenas sin son ya un rumor, como si a cada paso que diera dejaran de tener
sentido; se vuelven un ruido, terminan por sonar como con eco. Eco que viene de
la caja resonancia en que se ha convertido ese pasillo, aunque él sospecha que
es su cabeza la que solamente lo oye.
Tal
vez porque su mente esté en otra parte ya.
Pasos,
más pasos, ¿Cuantos metros tendrá este pasillo? No se acaba nunca. Aunque en el
fondo no sabe si quiere que el pasillo se termine. Aun así sus pasos siguen su
trayecto, como si en ese momento se hubieran armado de voluntad y decidieran
qué hacer y qué no. Mira el reloj, apenas si ha pasado un minuto desde que se
bajara del coche. ¿Cómo puede haber un
desfase así entre el tiempo de aquí y el que tengo en mi cabeza?, se
pregunta.
Pasa
una mano por la frente. Ni rastro de sudor. Sabe que alguien le repasará la
cara un instante antes de entrar, pero él prefiere asegurarse. Esta vez los
nervios no se han ido a su piel sino al estómago. Un ruido de tripas como si llevara
horas sin comer se hace notar en ese instante, aunque los pasos y demás ruidos
de la comitiva que le acompaña no dejan que se escuche.
Ha
llegado al final. Ahora sí. No quedan pasos más que dar. Se para en seco. Aparece
la maquilladora que apenas si pierde un instante en retocarle. Un señor con un micrófono y unos auriculares
le dice:
-
Ya sabe señor, a la señal, entre.
Efectivamente. Ya lo sabe. No es la primera vez que
asiste a un acto así, pero los nervios de hablar en público y de hacerlo ante
tanta gente, terminan por acobardar a cualquiera. Para esto no hay experiencia
que valga. Es como si fuese la primera vez. Siente que le falta el aire. Da un
suspiro.
Un instante antes repasa la frase, lo primero que
dirá justo al entrar, en el momento de dar la mano al presentador, antes de
sentarse en su mesa.
Ve la señal. Se enciende la luz. La luz roja.
Empieza el debate.
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