Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 31 de julio de 2018

Un cambio dulce



No tenía ni idea de lo que le diría ella. Tal vez hiciera la maleta y se fuera de casa, o se conformara con tirarle media vajilla a la cabeza antes de llamarle egoísta y echarse a llorar. Miguel pensaba en eso mientras caminaba con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, sujetando en uno de ellos el cheque con su indemnización. Después de casi seis años decía adiós a las aulas, a los recreos de vigilante, a las soporíferas tardes de biblioteca. Aquel cheque era la llave que conducía a una nueva vida.

Había acabado de profesor de rebote. Cuando Alicia su compañera de facultad le habló de la plaza libre en aquel colegio privado, solo pudo aceptar, movido por una estrechez económica que había convertido su dieta en vegetariana. Necesitaba estabilidad, con su relación con Luisa camino de consolidarse. 

Lo que empezó como un trabajo de paso, terminó por convertirse en su oficio. Y aquel muchacho avispado y ocurrente que presumía de ser un espíritu libre acabó comprobando como todos sus días eran iguales, sin que su vida en pareja añadiera condimento alguno. No sabía que era peor, si las rutinas y horarios de lunes a viernes o los fines de semana de compromisos familiares y quedadas con amigos que no soportaba. 

Un domingo volviendo del Rastro, al que solía ir algunas mañanas solo, sin más intención que arrastrar sus pies por aquellas calles atestadas de gente, decidió regresar a casa dando un rodeo. Caminaba mirando hacia el suelo, contando las colillas. Fue entonces cuando sus ojos se percataron de un zócalo pintado de color amarillo. 

Levantó la mirada y allí estaba, delante de aquella tienda de chuches, toda ella pintada del mismo color que el zócalo. Sus ojos se perdieron en una montaña de golosinas que inundaban el escaparate hasta el techo. Como si le hubieran hipnotizado entró y pidió una bolsa de piruletas. Mientras el dependiente se afanaba en escogerlas de diferentes sabores, el miraba a su alrededor, quedándose absorto contemplando los bastones de caramelo que colgaban del techo.

Hubo un tiempo en que quiso haber montado una tienda como aquella. Adoraba ver la cara de ilusión de un crío delante de un caramelo. Pensaba que no había nada más puro ni más valioso en la vida que ver una felicidad así. Aquella idea se esfumó, y aunque durante algún tiempo creyó compensarlo con sus niños en las aulas, nunca encontró en sus caras de alumnos la misma ilusión de quien busca su regalo con forma de azúcar.

Salió del local con su bolsa de chuches y fue entonces cuando le dio el bajón. Como si de repente se hubiera quedado sin fuerzas en las piernas, se sentó en un portal, temeroso de tropezarse. Y en aquel escalón frío de mármol, una angustia que no supo explicar le inundó el pecho y como si por algún lado tuviera que salir, rompió a llorar.  

En qué se había convertido su vida, ¿Qué estaba haciendo? Con la cabeza hundida entre las rodillas, sus lágrimas caían al suelo, a un pozo de amargura inconsolable mientras su mano agarraba firme la bolsa de llena de piruletas.

La llantina cesó. Aliviado, se secó los ojos con las manos, aún rojos. Las piernas recuperaron su vigor. Se puso en pie. Mientras retomaba la caminata su boca fue dibujando una sonrisa cada vez más pronunciada mientras miraba la bolsa de piruletas aferrada a su mano derecha.

Ese día lo decidió. Lo haría. No habría marcha atrás. Dejaría el colegio. Se establecería por su cuenta. Montaría un negocio. Había un local libre cerca de la plaza en el barrio. Vendería chuches. 

Casi sin darse cuenta ha llegado al portón de su casa. Ve la ventana del salón abierta. Luisa ya está en casa. Mientras sube las escaleras repasa lo que va a decirle. Es el último trámite, el más difícil. Antes de meter la llave en la cerradura resopla. Piensa en que si de verdad le quiere, lo entenderá…


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