Mientras ando por el camino de tierra que me llevaba
a la estación, solo miro al frente, no quiero volver la vista atrás. Tan solo veo
los carbayones que bordean el sendero
con sus ramas alargadas y sus hojas movidas por el viento que parecen
despedirse de mí.
Ya tengo delante el viejo edificio de piedra del
apeadero. Desde que tengo uso de razón siempre lo vi igual. Recuerdo cuando era
niña como me gustaba guarecerme en él de la lluvia y oír las gotas rebotar
sobre el tejado de Uralita. Era un concierto de viento y metal con el agua como
solista.
Me daba paz. Esa que hoy no tengo. Está angustia que
me posee se ha llevado todas mis energías. Apenas si me da para arrastrar los
pies por esta tierra que me vio nacer, y que no sé cuándo volverá a verme.
Porque me marcho.
Intenté volver, convencerme de que podría ser feliz
aquí. Me duele dejar mi casa, pero no tengo otra opción.
Tengo miedo. En el fondo no me giro por cobardía. No
quisiera volver a verle. Tengo la sensación de que está ahí, mirando cómo me
marcho. Como si se agarrase a una última oportunidad de retenerme. Con esa
terquedad que consiguió un día convencerme de que podría quererle y ser feliz
con él.
No me gustan las despedidas. Lo sabe. Le pedí que
respetara eso, que no viniera. Que la última imagen que guardase de mí como
recuerdo no fuera la de un andén y un tren que me llevaría lejos de allí. Lejos
de él.
Ojala me olvide pronto.
Sé que soy egoísta, que le he arruinado la vida.
Teníamos un proyecto en común. Una vida por delante. Su vida. Sé que nadie me
querrá como lo ha hecho él. Nunca me merecí sus desvelos, sus atenciones, por
más que él quisiera hacerme ver lo contrario.
Nunca entendió mis necesidades, mis inquietudes. Cómo
hacer ver a un alma de campo tus deseos de ser y vivir en la ciudad. Cómo
explicarle que yo no soy yo aquí, igual que él no sería nadie allí. No soy más
que mis recuerdos de infancia. Una mala copia de alguien que ya no soy.
Huyo. Esa es la realidad. Nadie lo entiende. Quizá
ni siquiera lo entienda yo. Sigo unos dictados que no son los que rigen mi
cabeza. Ojala pudiera encontrar dentro de mí el manantial de donde brotan estos
deseos de libertad, cuando nadie me ata. Por qué abandonar esta cárcel sin
rejas, y esta vida tranquila y segura; solo tengo incertidumbre por delante.
Oigo el pitido del tren; a lo lejos poco a poco se
perfila la locomotora sobre las vías. El viejo Raimundo supervisa desde la
ventana de su oficina la llegada del convoy. Tantos años de guardagujas. Nunca pensé
que no le vería jubilarse. Me mira con ojos de pena, que endulza con una
sonrisa sincera. Inclina levemente la cabeza. Es su despedida y en el fondo la
de todo el pueblo.
Le devuelvo la inclinación antes de subirme. Agacho
la cabeza cuando me siento. Intento no mirar por la ventana. No lo consigo. El
tren arranca. El viejo edificio de la estación desaparece en un instante, y con
él ese paisaje de árboles centenarios que poco a poco van desfilando ante mis
ojos, sin apenas darme tiempo a fijarme en ellos. La imagen borrosa de sus troncos
difuminados desatasca mi angustia y mi lastre se disipa a medida que acelera la
locomotora.
Por primera en muchos días empiezo a ver claro. Siento
que comienzo al fin una nueva vida. La mía.
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