Cuando llega a Méndez Álvaro apenas faltan unos
minutos para las seis de la mañana. Se acerca al vestíbulo principal para
cerciorarse de qué andén es el de su autobús. Comprueba que es el cuarenta y
cinco y baja por la cinta mecánica, dejando que le transporte con lentitud a él
y a su bolsa de viaje.
Apenas lleva ropa y unas cuantas cosas personales.
Lo que le dio tiempo a coger movido por un arrebato del que ahora se
avergüenza.
En realidad no es vergüenza lo que siente. Es una
mezcla de tristeza, ridículo y sobre todo rabia, mucha rabia, por no haber sido
capaz o no haber querido ver ninguna de
las señales que aparecían ante sus ojos.
El olor a una colonia que no era la suya y que
supo que era de hombre porque la estrenaba un compañero de trabajo fue el
detonante. A eso olía a veces ella. Ya no cabían más excusas. Necesitaba
comprobarlo.
Cambió un viaje a Barcelona para visitar a un
proveedor por una tarde interminable sentado en el coche haciendo tiempo. Intuía
que aquella noche ella recibiría visita.
No eran todavía las diez cuando abrió con sus llaves
el portón de la calle. Para retrasar lo inevitable decidió subir por las
escaleras los cinco pisos. Rellano a rellano iba repitiéndose como en una
penitencia: “tienes que hacerlo, tienes que entrar”. Sudoroso se plantó delante
de la puerta de casa; mientras recuperaba el fuelle miraba el dibujo del
felpudo desgastado por el polvo de años de pisadas. Introdujo la llave en la
cerradura, giró y abrió.
El estrecho pasillo de entrada se abría paso apenas
un par de metros más allá en el salón-comedor. La sorprendió sentada en la mesa
redonda de madera de nogal, tan solo vestida con un conjunto de lencería donde
destacaba un sujetador rojo de escote pronunciado que contrastaba con la
palidez de su cara, blanca como la pared.
Al primer gesto de sorpresa siguió un estallido de
ira culminado por un grito seco:
-
¿Tú
qué haces aquí?
Aquella noche los vecinos del quinto escucharon una
discusión de pareja en toda regla. La sarta de insultos y reproches que caían
de un lado y otro terminaron con un portazo que hizo retumbar las paredes que
la dejaba sola. Entonces se hizo el silencio. Del enfado pasó a la frustración
y luego vino la culpa. Sentía una fuerte presión en el pecho, que le acompañó
durante horas en una noche de café y llamadas del tercer miembro del triángulo
amoroso, que se quedaron sin contestar.
Esposo y amante, encarnados en hombres diferentes,
desaparecieron de su vida casi en el mismo instante.
Junto a sus llaves en la mesita de la entrada,
encontró un sobre. Dentro en un papel blanco habían escrito: “Busca entre los
libros el código que abre el candado. Ve al Blue
Space de Tetuán. Trastero setenta y nueve”.
No sabría decir cuánto le llevó dar con aquel código;
en medio de una montaña de libros apilados por todas partes lo encontró metido
en una edición de bolsillo de Relato de un náufrago de García
Márquez. Cogió el coche y se acercó al almacén. Delante del trastero miraba
con atención el candado, pensando si debía abrirlo o no.
Tecleó el número y la cerradura eléctrica cedió.
Corrió la puerta hasta que los raíles hicieron tope. Encendió la luz.
Enseguida reconoció las sillas y mesas del bar,
apiladas junto a la cafetera y varias cajas de menaje. En el centro estaba la
caja registradora, con el cajetín semiabierto del que salía un fleje de
papeles. Eran las escrituras del local. En un post it había dejado escrito:
-
Guárdalas
hasta que llegue la orden de embargo. Estamos arruinados.
El autobús salió puntual del andén cuarenta y cinco.
Por la ventanilla, un hombre derrotado mira el paisaje sin prestar atención a
nada de lo que pasa ante sus ojos. Y mientras el vehículo se interna en la M-40
se pregunta si hizo lo bastante para que aquel candado no se abriera nunca.
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