Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




lunes, 28 de mayo de 2018

El candado



         Cuando llega a Méndez Álvaro apenas faltan unos minutos para las seis de la mañana. Se acerca al vestíbulo principal para cerciorarse de qué andén es el de su autobús. Comprueba que es el cuarenta y cinco y baja por la cinta mecánica, dejando que le transporte con lentitud a él y a su bolsa de viaje.

Apenas lleva ropa y unas cuantas cosas personales. Lo que le dio tiempo a coger movido por un arrebato del que ahora se avergüenza.  

En realidad no es vergüenza lo que siente. Es una mezcla de tristeza, ridículo y sobre todo rabia, mucha rabia, por no haber sido capaz o no haber querido  ver ninguna de las señales que aparecían ante sus ojos. 

  El olor a una colonia que no era la suya y que supo que era de hombre porque la estrenaba un compañero de trabajo fue el detonante. A eso olía a veces ella. Ya no cabían más excusas. Necesitaba comprobarlo.

Cambió un viaje a Barcelona para visitar a un proveedor por una tarde interminable sentado en el coche haciendo tiempo. Intuía que aquella noche ella recibiría visita.

No eran todavía las diez cuando abrió con sus llaves el portón de la calle. Para retrasar lo inevitable decidió subir por las escaleras los cinco pisos. Rellano a rellano iba repitiéndose como en una penitencia: “tienes que hacerlo, tienes que entrar”. Sudoroso se plantó delante de la puerta de casa; mientras recuperaba el fuelle miraba el dibujo del felpudo desgastado por el polvo de años de pisadas. Introdujo la llave en la cerradura, giró y abrió.

El estrecho pasillo de entrada se abría paso apenas un par de metros más allá en el salón-comedor. La sorprendió sentada en la mesa redonda de madera de nogal, tan solo vestida con un conjunto de lencería donde destacaba un sujetador rojo de escote pronunciado que contrastaba con la palidez de su cara, blanca como la pared.

Al primer gesto de sorpresa siguió un estallido de ira culminado por un grito seco:
-       ¿Tú qué haces aquí?

Aquella noche los vecinos del quinto escucharon una discusión de pareja en toda regla. La sarta de insultos y reproches que caían de un lado y otro terminaron con un portazo que hizo retumbar las paredes que la dejaba sola. Entonces se hizo el silencio. Del enfado pasó a la frustración y luego vino la culpa. Sentía una fuerte presión en el pecho, que le acompañó durante horas en una noche de café y llamadas del tercer miembro del triángulo amoroso, que se quedaron sin contestar. 

Esposo y amante, encarnados en hombres diferentes, desaparecieron de su vida casi en el mismo instante. 

Junto a sus llaves en la mesita de la entrada, encontró un sobre. Dentro en un papel blanco habían escrito: “Busca entre los libros el código que abre el candado. Ve al Blue Space de Tetuán. Trastero setenta y nueve”.

No sabría decir cuánto le llevó dar con aquel código; en medio de una montaña de libros apilados por todas partes lo encontró metido en una edición de bolsillo de  Relato de un náufrago  de García Márquez. Cogió el coche y se acercó al almacén. Delante del trastero miraba con atención el candado, pensando si debía abrirlo o no. 

Tecleó el número y la cerradura eléctrica cedió. Corrió la puerta hasta que los raíles hicieron tope. Encendió la luz. 

Enseguida reconoció las sillas y mesas del bar, apiladas junto a la cafetera y varias cajas de menaje. En el centro estaba la caja registradora, con el cajetín semiabierto del que salía un fleje de papeles. Eran las escrituras del local. En un post it había dejado escrito:

-       Guárdalas hasta que llegue la orden de embargo. Estamos arruinados.

El autobús salió puntual del andén cuarenta y cinco. Por la ventanilla, un hombre derrotado mira el paisaje sin prestar atención a nada de lo que pasa ante sus ojos. Y mientras el vehículo se interna en la M-40 se pregunta si hizo lo bastante para que aquel candado no se abriera nunca.






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