La noche pintaba de fábula. Tras terminar de cenar en
aquel restaurante asturiano del que tanto nos habían hablado y por el que tuvimos
que esperar varias semanas para reservar mesa, encaminamos nuestros pasos hacia
la calle Serrano, buscando algún sitio donde divertirnos y ligar un poco.
Desde que César se divorció de Laura son frecuentes estas
quedadas. Aquellos que cerraban bares en la etapa universitaria y que uno
detrás de otro fueron cayendo en las rutinas de la vida de casado, volvían a
reunirse nuevamente solteros, con la mirada puesta en repetir hazañas del
pasado; veinte años después y con unas cuantas canas de más.
El que tuvo
retuvo. Luis, que entonces hacía las veces de ariete en nuestras tentativas de
establecer comunicación con algún grupo de féminas, era el encargado de
guiarnos en nuestra expedición. Aquella noche nos llevó a un local nuevo, según
él, con muy buen ambiente, y lleno de chicas que multiplicasen nuestras
opciones de éxito.
Chicas había sí, muchísimas de hecho, pero… Con nuestra
llegada la media de edad subió notablemente, hasta el punto de que podíamos
sentir la mirada con desdén de alguna de las crías que por allí pululaba, y que
a buen seguro pensaba: “¿A dónde crees que vas, viejo carcamal?”
“Vaya Luis, pensé para mis adentros, te has lucido majo
“. Ni que decir tiene que el resto de la patrulla
de reconocimiento, no compartía mi opinión, iniciando patéticas maniobras
de aproximación a potenciales víctimas, que según les veían venir, huían
despavoridas… Decidí retirarme de tan bochornoso espectáculo, acercándome a la
barra para pedir mi habitual whisky con naranja cuando, sin saber cómo, ni de
dónde, apareció ella.
Debía rondar los cuarenta. Tenía los ojos azules, una
nariz perfecta y una melena morena que le caía a ambos lados de la cara, con un
flequillo a lo Cleopatra. Con zapatos de media altura vestía un conjunto de dos
piezas con falda negra entallada y body rojo que sin llevar un escote
pronunciado dejaba lo suficiente al descubierto como para que volase la imaginación.
Sofisticada y enigmática, estaba sola, allí al lado mío, con aire ausente…
“Está es la mía”, me dije. Para armarme de valor antes de
decirle hola, le di un sorbo a mi copa. Apenas
mojé los labios, casi sin tiempo a que el líquido terminase de bajar por mi garganta,
cuando se desató la tormenta. Unos retortijones imposibles hacían de mi estómago
una especie de campo de minas, con idas y venidas, que acabaron por doblarme
literalmente, al tiempo que me faltaba
la respiración. Raudo acudí al baño convencido de que alguna de las viandas del
asturiano habría hecho mella en mi delicado estómago. Pero intentar evacuar,
cosa que no pude, no fue la solución; pareció enfurecer a aquella especie de alien que anidaba en mi interior,
redoblándose las embestidas que en mi bajo vientre simulaban un frontón de
pelota vasca. El sudor me caía a borbotones por la cara, cada vez más pálida, la
vista poco a poco iba haciéndose más borrosa, y así fui dejándome caer con la
espalda rígida pegada a la pared de aquel retrete diminuto, que más que un
urinario parecía un ataúd vertical. Termine de escurrirme para acabar sentado
en el suelo, agarrado a aquel urinario como si fuera mi madre…
No sé ni cómo ni cuando salí del local. Cuando desperté
estaba en una cama del Gregorio Marañón.
Me habían hecho un lavado de estómago. Al parecer fui víctima de una intoxicación
por culpa de algún producto de limpieza industrial; “al del lavaplatos se le
habrá ido de las manos, o no habrán enjuagado bien algún vaso”, me dijo un
médico, en plan guasón, guiñándome un ojo. Solo sé que, además de ganarme el
pitorreo de la tropa que me estará recordando el episodio hasta que exhale el
último suspiro, perdí la oportunidad de
conocer a aquella diva morena, con la que no pude cruzar ni un simple hola,
quedando en mi recuerdo como una ensoñación.
Maldito lavaplatos.
Taller de Escritura Creativa. " La Escritura desatada"
Prof. Inés Mendoza. Texto nº 7
Taller de Escritura Creativa. " La Escritura desatada"
Prof. Inés Mendoza. Texto nº 7
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