“Decidido, quedas oficialmente proclamado paje real”,
dijo Laura repentinamente, convirtiendo nuestra tradicional quedada de la
cuadrilla antes de las fiestas, en una improvisada toma de posesión. Aquella ocurrencia
provocó un estallido de risas y a mí me dejó descolocado, mientras Laura sonreía
y me miraba con aire pícaro. Siempre me gustó Laura, y ella, que lo sabía,
utilizaba esa circunstancia encomendando la tarea de buscar una muñeca para su
hija a quien sabía que no le diría que no.
“Bueno si veo algo te digo”, contesté a mi benefactora,
con poco entusiasmo. Aquella noche terminó como de costumbre, después de una
copa en el pub del barrio y con todos los buenos deseos del mundo para las
navidades, como despedida. Regresé andando a casa. El frío me ayudaba a
despejarme tras la ingesta de alcohol al tiempo que iba mascullando: “¿Buscar
muñecas yo, a estas alturas…?" No debí mascullar mucho, la verdad. Esa misma noche me
acosté tardísimo mirando jugueterías, tiendas en la red… La muñeca en cuestión estaba
agotada en todas partes. Por familiarizarme con su aspecto, llegue a imprimirme
una foto; aquella muñeca era una especie de barbie anoréxica y siniestra con
pelos electrizados de varios colores y ropa hecha girones propia de una
película de terror. “¿Esto gusta ahora a las niñas?, me preguntaba, mientras
buscaba en la página alguna foto para hacerme una idea de cómo sería Kent.
El empeño fue a más. Abandoné la comodidad de mi sofá y mi
portátil, para hacer batidas sobre el terreno visitando jugueterías, grandes
almacenes… Ni rastro. Aquella muñeca de ultratumba estaba tan muerta y
desaparecida como su propio personaje.
El día seis de enero estaba cada vez más cerca. Salía de
trabajar y de vuelta a casa, me topé con una juguetería que no había visto
antes. “¿Y si estuviera la dichosa muñeca aquí?”, me dije dirigiendo mis pasos
hasta el local, poco convencido de encontrar a la barbie calavera allí. La tienda estaba casi vacía y en un lateral,
ocupando una pared entera, como si fuera una colmena con sus celdas, había una
montaña de cajas con muñecas de la misma saga, apiladas en perfecto orden. Como
si estuvieran diseñadas por el espíritu del maligno, el mismo satán al que
debían adorar estos muñecos, todas las cajas compartía colores, tamaño y
leyenda con el nombre escrito con el mismo tipo de letra; era como si aquellos
seres del averno hubieran montado un aquelarre al que yo iba a asistir sin
llevar mis gafas de ver, olvidadas en la oficina.
Armándome de paciencia fui mirando entre aquellas cajas. Llevaba un rato cuando alguien se acercó por mi derecha
y dijo: “¡La encontré!”, cogiendo una de aquellas muñecas al tiempo que salía
pitando en dirección a la caja registradora. Entonces lo intuí; me acerqué
rápido a aquella zona con la ilusión de que hubiera alguna otra cerca, pero
toda búsqueda fue inútil. Y súbitamente empecé a acalorarme, a ponerme rojo.
Aquel petimetre recién llegado, había pescado lo que yo en un buen rato no
había conseguido. Tuve el impulso de irme tras él, de ofrecerme a recomprarle la
dichosa muñeca, o mejor aún, de arrebatársela de algún modo poco civilizado,
pero… terminé por preguntar a una de las empleadas de la tienda, si quedaba
algún ejemplar más. Aquella muchacha, que me miraba con aire primero confundido
y luego divertido, confirmó mis sospechas: aquel sujeto desalmado se había
llevado la última.
Desde aquellas navidades no he vuelto a ser paje real de
nadie. A partir de entonces nunca más me quité las gafas.
Taller de Escritura Creativa. " La Escritura desatada"
Prof. Inés Mendoza. Texto nº 8
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