Arturo contrató a Ángel gracias a la recomendación de
Alberto, uno de sus compañeros de universidad. Con un expediente tan impecable
como su presencia, Ángel se hizo cargo del departamento de ingeniería, joya del
negocio, que gracias al trabajo y esfuerzo de su propietario comercializaba patentes
en más de setenta países.
La incorporación del recién llegado coincidió con el
agravamiento de las dolencias físicas de Arturo, fruto de una enfermedad renal que le traía de quicio desde
hacía años; todo ello acabó desembocando en una paulatina delegación de competencias,
algunas de las cuales acabaron en manos Ángel.
A bombo y platillo, como si tuviera en su mano el secreto
de la piedra filosofal, Ángel anunció a los pocos meses la creación de una
nueva patente que iba a revolucionar el mercado; con apenas unos cambios
aparentemente mínimos, los nuevos equipos iban a mejorar sus rendimientos con
la fabricación de algunos componentes hechos de un nuevo material híbrido. La
inversión de inicio debía ser importante, pero a medio plazo sería visible en
la cuenta de resultados y en el prestigio de la empresa.
Mientras seguía
sus tratamientos, Arturo dejó en manos de su director financiero el control de
las operaciones, y de las inversiones, que en el área de ingeniería se
acrecentaban a paso vertiginoso; paso a paso, Ángel conseguía mejorar las
partidas de ingresos de su área, pese a las reticencias del director financiero
que no las veía justificadas. Pensando que su carencia de conocimientos técnicos
le impedía ver los cambios, y como las ventas no se resentían, continuó
asignando partidas al proyecto, sin creer necesario comentar a Arturo sus dudas
sobre el trabajo de Ángel.
A Arturo tanta tranquilidad le inquietaba. Decidió
involucrar a otros mandos en la tarea de comprobar cómo se hacía el trabajo.
Así, el director de recursos humanos y el jefe de ventas también se aproximaron a los quehaceres del ingeniero
Ángel que con buenas maneras y vistosas presentaciones mantenía intacta la
imagen de empleado competente, algo que corroboraban las pruebas de control de
calidad, siempre dentro los óptimos
mínimos exigidos por la política de empresa. A diferencia de sus predecesores, apenas
si había el más mínimo roce entre las
áreas de calidad e ingeniería, algo que parecía sorprendente. Pero ni uno ni
otro jefe levantaron voz de alarma o sospecha, al igual que hiciera antes el
financiero.
Acababa marzo y la apertura de la feria del sector se
aproximaba. En ella la empresa haría la presentación de sus nuevos equipos, que
correría a cargo de Ángel. Este había preparado dos máquinas que mostrasen las
bondades del proyecto, gracias al nuevo material empleado. Eran contempladas por
todo el staff directivo, incluido
Arturo, tras una reunión celebrada para planificar el evento. Justo antes de
que se embalasen, una empleada del servicio de limpieza pasaba el plumero para
dejar todo aquello impoluto. La mala suerte quiso que una de las piezas, la que
incluía el nuevo material, cayera al suelo haciéndose trizas, para sorpresa y
desesperación de Ángel. “Ten cuidado, le dijo, es un compuesto de fenaquita y puede ser tóxico, no lo
toques”. Fue demasiado tarde. Ella ya había cogido un par de trozos del suelo
diciendo: “¿fenaqué, se refiere a esto de plástico?”
Sin quererlo, aquella mujer descubrió el pastel entre aquellos
dos jefes. Durante meses desviaron fondos de sus presupuestos para comprar un
mineral de laboratorio que nunca se empleó en la fabricación de los equipos. Lo
que otros más cualificados no supieron o no quisieron ver, lo descubrió aquella
limpiadora que cumpliendo con su obligación
consiguió que a los dos estafadores “se
les viera el plumero”, nunca mejor dicho.
Taller de Escritura Creativa. " La Escritura
desatada"
Prof. Inés Mendoza. Texto nº 6
Prof. Inés Mendoza. Texto nº 6
No hay comentarios:
Publicar un comentario