Apenas son las siete de la mañana. Es domingo, pero mi
insomnio casi crónico, hace que todos días sean igual de largos. No soy de
hacerme la remolona, ni de dar vueltas en la cama. Me levanto y me acerco a la
cocina. Paso delante de la habitación de los chicos, que siguen durmiendo. Oigo
sus respiraciones acompasadas y sus caras con gesto relajado me dicen que,
además de dormir, descansan. Siento envidia, pero también paz.
Sueño con entrar en la cocina y ver que las cosas vuelven
a estar en su sitio. Armarios y repisas llenas, ver el frigorífico con comida
suficiente; sueño con que el frutero que hace de centro de mesa, esté repleto
de aquello para lo que se fabricó. Hoy una pera solitaria reposa en el fondo.
Lleva ahí varios días. Es lo que queda de una remesa que nos dieron los del banco
de alimentos. Seguramente insípida, como las compañeras que le precedieron,
espera a que alguien se decida a darle fin. No me sorprende que no se ponga
mala. Hace tanto frío en la cocina, que no hay nevera que mantenga mejor la
cadena de frío. Justo detrás, encima de una repisa, un tambor de detergente
medio vacío, completa el decorado. No recuerdo cuánto tiempo hace que lo compré.
No ha vuelto a usarse pese a mi insistencia. Adela, mi vecina, que nos hace la
colada a los tres, dos veces por semana, insiste en que lo guarde: “Es
detergente, eso no se pone malo, mujer. Guárdalo que puede hacerte falta”. Qué
sería de nosotros sin Adela. No es solo el detergente; recoge a los niños en su
casa y les da de comer, a la salida del cole, para que a mí me dé tiempo a
hacer mis cosas. Le da pena que esperen solos en casa. Le da pena que anden
acurrucados por las esquinas en una casa sin calefacción. Es un ángel de la
guarda; ella y su mísera pensión que comparte con nosotros.
Mientras bebo mi café solo, miro a la pera. “¿Cómo te
vamos a comer si formas parte ya de la familia?” Me escucha paciente mis
desvaríos, mis desvelos, las lloros que de cuando en cuando me dan y que
procuro que solo ocurran cuando estoy sola. Tal vez mañana ya no esté ahí. Tal
vez a Luis o a Begoña les dé por matar el aburrimiento comiendo su carne
insustancial, pero mientras eso no ocurra, ahí se quedará. Tanto ella como
detergente son mi compañía, todas esas mañanas que espero a que el teléfono
suene, tal vez para recibir una oferta de empleo. A veces lo paso bien cambiándolos
de sitio. “Aunque tú, querida pera, siempre quedes, como una reina, en el
frutero, que para lo que tú necesitas de espacio es como un palacio. Tu
compañero detergente trepa de una estantería a otra, de la solana al armarito
encima de la nevera, de ahí a debajo del fregadero…. Se ve que tiene un
espíritu más intrépido que el tuyo. Quizá fuera un mono en vez de un producto
de limpieza en otra vida. Quién sabe”…
Dan las ocho en el
carillón del salón. Es una suerte que tenga un mecanismo que no necesita pilas
ni electricidad. Eso que nos ahorramos. A veces me gustaría invitarle a
nuestras tertulias de la cocina, pero pesa tanto que no me atrevo a moverlo.
Cada vez que da las campanadas en punto parece como si protestase, porque paso
más tiempo con vosotros que con él. Antes me gustaba sentarme en el sofá y leer teniéndolo a mi lado, pero ahora soy
incapaz de ponerme delante de un libro, y no puedo estar tumbada con la manta. Cuando
me acuesto pienso, y cuando pienso…
Se acabó el café. Oigo a Luis desperezarse. Hora de
empezar el día. “Os dejo chicos, nos vamos al parque. Ojalá pronto demos
carpetazo a nuestra extraña amistad. Adiós pera. Adiós detergente”.
Taller de Escritura Creativa. " La Escritura desatada"
Prof. Inés Mendoza. Texto nº 4
Taller de Escritura Creativa. " La Escritura desatada"
Prof. Inés Mendoza. Texto nº 4
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