Me gusta el olor a pan recién hecho. No sólo por ese aroma
cálido y sabroso que hace que la boca se te haga agua y te lleve
inevitablemente a sonreír. También me gusta porque me evoca a mi infancia.
Siempre recordaré a aquel vecino panadero que salía de casa todas las noches y
con el que me cruzaba por las mañanas cuando iba al cole. Cuando pregunté a mi madre por qué aquel hombre tenía esos
horarios y me dijo que sólo así podíamos tener el pan recién hecho y calentito
en las tahonas, yo sentí pena e incluso me indigné, ¡Cómo podía nadie estar
despierto toda la noche!, ¿Qué clase de trabajo era ese que no te permitía
estar por la noche durmiendo como un bendito, con una pierna mirando a Francia y otra a Inglaterra, como diría mi
abuela?
En aquella cabeza infantil, llena de chocolate, tardes infinitas
corriendo detrás de una pelota y de sabias lecciones aderezadas por el Libro Gordo de Petete, no cabía la
opción de que nadie pudiera tener actividad noctámbula alguna, aquello no era
justo; aunque fuera el precio que algunos tuvieran que pagar para que otros nos
deleitáramos el paladar con la miga del pan recién salido del horno. Por eso
hoy, cuando pasó delante de alguna panificadora, o cuando llega a mi pituitaria
el olor de la masa y su levadura horneándose, tengo un recuerdo agradecido a
todos aquellos que trabajan en horas intempestivas para que el resto podamos
descansar y disfrutar.
Taller de Escritura Creativa. "La Escritura Desatada"
Prof. Ines Mendoza. Texto nº1
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