Ocurrió un domingo nublado y ventoso, por la mañana.
Regresaba de ocupar mi tiempo, como hago tantos fines de semana, en la Cuesta de Moyano, ojeando libros de
segunda mano. Cruzando el Parque del
Retiro, en dirección a Ibiza para
coger el metro de regreso a casa, un buen número de bicicletas que inundaban inusualmente
el paseo antes de llegar a la Glorieta
del Ángel Caído, me invitaron a preservar mi integridad, desviándome de la ruta
de siempre, para iniciar con ello un extraño peregrinaje en escorzo por un
puñado de correderas de tierra jalonadas por chopos, abedules y plátanos, cuyas
hojas de tonalidades rojizas, coloreaban un decorado de comienzos de otoño con
sus aires melancólicos; y por allí discurría mi paseo solitario, buscando con
la mirada alguna ardilla traviesa, hasta que, sin quererlo, me encontré en la
parte trasera del Paseo de Carruajes,
lugar de ubicación de la Feria del Libro.
Y allí, en una esquina, estaba él, dándome la espalda en
lo alto de un túmulo de piedra blanca, rodeado de setos y parterres. Observando
la cabeza, el corte de pelo, y la forma de las orejas esculpidas, enseguida me
percaté de que no podría ser otro que don Benito. No sé si había alguien cerca
de mí en aquel instante, pero solté un alto y estentóreo: “¡Pero bueno, desde
cuando está esto aquí!”, ¿Cómo era posible que siendo una zona tan transitada
por mí, no me hubiera percatado de la existencia de esta pequeña glorieta,
bautizada con el nombre del homenajeado escritor, al lado de donde instalan las
casetas de la feria?
Terminé de girar
alrededor de la estatua para encontrarme enfrente del cronista más vivo, más
sagaz, más comprometido y más genial que
haya tenido nunca esta ciudad. Reproducida su efigie con asombrosa fidelidad,
parecía mirarme con aire ausente, para poco a poco ir cerrando los ojos como si
estuviera sesteando. Y mientras le observaba, aparecieron en mi cabeza, a
raudales, recuerdos de mi época universitaria, frecuentando decenas de bares
por la zona de Moncloa, cerca de la calle Hilarión Eslava, en cuyo número siete residió Pérez Galdós, tal y como reza en una
placa de mármol conmemorativa allí mismo instalada.
Investigando sobre la historia de la estatua, descubrí
sorprendido que la misma lleva ahí desde mil novecientos diecinueve, y que el
propio escritor, inválido y ciego, asistió a la ceremonia de inauguración,
apenas unos meses antes de su fallecimiento. Cuentan las crónicas de la época
que don Benito recorrió con sus manos huesudas las curvaturas de la piedra fría
y que terminó exclamando, en agradecimiento al escultor: “magnífico amigo
Macho, cómo se parece a mí”.
Volveré a la Cuesta
de Moyano. Volveré a cruzar el Retiro
de vuelta a casa, pero dudo mucho que mi ruta de regreso vuelva a toparse
con el monumento de Bellver al
demonio. Mis pasos buscarán internarse por esas tranquilas sendas de tierra
para terminar saludando a don Benito, que desde su pétrea atalaya me recordará,
una vez más, mis felices días de estudiante crápula y desenfadado.
Taller de Escritura Creativa. "La Escritura Desatada"
Prof. Ines Mendoza. Texto nº2
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