No serían más de las 7.40 de esta mañana cuando decidí subir al 140 para
ir a la oficina en vez de utilizar el metro.
Ubicado en mi asiento me
disponía a landerear un rato, (a leer
una novela de Luis Landero, de la que
daré buena cuenta aquí tan pronto como la finiquite), cuando dos pipiolos de no
más de dieciséis años se acercaron prestos a mi zona para acomodarse justo en
los asientos que quedaban a mi espalda.
A pesar de poner la atención
en mi libro, el tono de voz con el que hablaban me obligo a poner la oreja y
acabar por involucrarme en su conversación, tan intrascendente como divertida:
-
Hemos quedado en Vicálvaro, ¿Quieres creer que
no he estado allí en mi vida?
-
Pues no está lejos de aquí.
-
Si es verdad, ¿Está pasado Puente de Vallecas,
verdad?
(Se
oyen risas y burlas)
-
¿Pero, qué dices?
-
¡Ah sí, es verdad, detrás está Méndez Álvaro,
no Vicálvaro, suena casi igual!
Al final terminé por reír yo también
ante la ocurrencia y de paso mientras mantenía el libro abierto sin prestarle atención,
me dejaba llevar por una de mis clásicas ensoñaciones de paseo en bus.
Esta vez mi cabeza me llevo a
mis inicios, a cuando llegué a Madrid sin tener idea de que lo haría para
quedarme para siempre, allá por el año noventa y tres. Inevitable no recordar
el taxi que me trajo de Barajas a Mirasierra para ir a mi residencia de
estudiantes a una hora bastante ya tardía. Mis ojos se quedaron fijos durante
el trayecto en la sede del centro de I+D de Telefónica
en Avenida de América. Acostumbrado a
ver la de Santa Cruz en La Cruz del Señor, aquel edificio me pareció
una mole gigantesca.
Aquel primer mes fue el mes de
los descubrimientos, siendo especialmente fascinante el de aprender a hacer
transbordos en el metro; a menudo me bajaba en alguna estación elegida al azar,
y salía a andar sin más objetivo que hacerlo hasta que mis pies dijeran basta.
Armado con mi plano de metro para volver, simplemente me limitaba a buscar en él la parada
más cercana. Así conocí buena parte de la zona Sur de Madrid, desde Pirámides
hasta Aluche, o la Zona de los Bulevares y el centro.
No fue hasta mi venida a
Moratalaz, barrio en el que vivo, hasta que no supe de la ubicación exacta de
Vicálvaro, el mismo que mi compañero de viaje de atrás hoy apenas si sabe ubicar
en el mapa. Me doy cuenta que su desconocimiento y falta de orientación no solo
no me producen malestar sino que, incluso despiertan mis simpatías. Me recuerdan
a aquel pipiolo de veinte años que llegó un día a esta tierra y andaba igual de
perdido y desorientado, en una ciudad tan grande para el cómo fascinante.
Veinticinco años han pasado
desde entonces. Quizá algún día me anime a relatar mis andanzas por sus 604 km², que se han constituido en el espacio donde se desarrolla mi vida entera. Veinticinco años de un flechazo que se mantiene intacto, pues
no hay día que pase que no me sienta afortunado de vivir aquí.
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