Matilde estaba completamente agotada. Cuando a
comienzos de cada mes le tocaba peinar la zona de los pueblos para ofrecer
nuevos productos de la empresa, le temblaba todo el cuerpo, hasta las canillas.
Eran más de doce horas de trabajo, visitando un establecimiento tras otro,
regateando hasta el último pedido con cada propietario. Tan larga era lista de
clientes a visitar que no le daba tiempo de volver a casa. Por eso esa noche
tenía que pernoctar en algún hotel de la zona.
Pese a tener una plantilla de cinco comerciales su
jefe solo la quería a ella para hacer la batida de fuera de la capital. Tras
más de quince años de trabajo, su solvente conocimiento de la empresa y de sus
productos, así como su meritoria capacidad de persuasión, la hacían la persona
ideal para ese cometido. Matilde sabía que sacaría de ello una estupenda
comisión que le arreglaría la economía un par de meses, como mínimo. Con
semejante reclamo no le importaban las horas de pie saltando de un sitio a otro,
ni los muchos kilómetros de coche.
Tras acabar la faena, terminaría por ir a dormir a
su hotel favorito. Una pequeña tahona de pueblo de piedra y traviesas de pino,
reconstituida en casa rural. Su dueño había numerado las seis habitaciones por
centenas, dando a cada una un número de tres cifras, la 101, la 201… Matilde
siempre pernotaba en la 601. Pese a que las habitaciones eran todas iguales,
ella siempre reservaba la misma, la suya. No sabía si era por su colchón látex,
por la sensación de recogimiento que le daba el dosel que adornaba la cama,
porque hacía esquina y le daba unas vistas preciosas al campo o por la imagen
de un San Lorenzo que enmarcado en una litografía adornaba una de las paredes.
Quizá fuese simple sugestión, pero ella solo quería dormir en la 601, desde el
primer día que descubrió por casualidad aquella tahona. El dueño del hotel rural
que ya conocía el capricho de Matilde, hacía una excepción con ella reservando
con anticipación la habitación para la inquilina de una sola noche, como cada
inicio de cada mes.
Eran más de las diez de la noche cuando Matilde
cogió el coche para ir a su habitación a descansar. Se había entretenido
enseñando la parte nueva del muestrario y la demora había merecido la pena. Un
pedido extra venía en la cartera y Matilde, feliz, cantaba mientras conducía
pensando en su cama y en dormir a pierna suelta.
Hoy
dormiré como un tronco, se
la oía decir entre cánticos amenizados por la música de la radio.
La escasa
visibilidad de la carretera comarcal por la que transitaba se complicó aún más
cuando repentinamente empezó a llover. Primero cayendo unos goterones gordos
que chocaban contra el cristal del parabrisas con virulencia. En apenas unos
minutos dieron paso a una cortina de agua intensa que a chorros caía sobre ese cristal
que ahora le daba una visión casi nula, apenas de un par de metros en la que distinguía
a duras penas la línea discontinua de la carretera.
Hoy
dormiré como un tronco. Se
repetía una y otra vez intentando mantener la concentración agarrada al
volante, con los ojos abiertos como platos.
Y entonces sucedió, en apenas un instante, sin
dejarle un mínimo margen de reacción. Entre los dos halos de luz que
proyectaban los faros de su coche, después de sentir un chasquido, al poco de
aparecer un fogonazo en el cielo que iluminó por un momento toda la carretera,
vio como un tronco se precipitaba contra el cristal, golpeando y atravesándolo
con fuerza hasta conseguir que se hiciera añicos. Lo siguiente que vio Matilde
fue como una de las ramas se precipitaba contra su cara; sintió un fuerte
pinchazo, y como su pie pisaba a fondo el pedal del freno antes de perder la
consciencia.
Cuando despertó Matilde estaba en su cama, en la
601. Eran más de la una de la tarde y por la ventana entraba un sol radiante
que en nada hacía recordar la tormenta de la noche anterior. Convencida de que la
había soñado se levantó para ir al baño cuando al mirarse al espejo vio como un
arañazo de lado a lado en la mejilla derecha le había marcado el rostro desde
la comisura de la boca hasta casi llegar a la oreja. No era muy profundo, pero
si aparatoso. Cuando el dueño la vio bajar y dirigirse a recepción le contó los
detalles de su percance, y de cómo justo a la entrada del pueblo un rayo había
partido uno de los árboles que acabó precipitándose contra su coche, Cuando
Matilde salió al parking de la entrada y vio como había quedado, sintió un
momento de desazón pero al mismo tiempo de alivio. Seguramente aquel árbol
caído podría haberla matado. Pero no lo hizo, apenas un arañazo superficial,
que confirmó la revisión del médico del pueblo, que llevó a este a decidir
dejarla descansar en el hotel, tal y como estaba la noche de lluvia.
Tanto quería dormir como un tronco, que hasta
de un tronco me he valido esta vez para dormir a pierna suelta. La ocurrencia provocó la carcajada del dueño del
hostal y del guardia civil que había acudido a la tahona para terminar de levantar
el atestado iniciado por la noche. Matilde se sintió feliz de haber pasado el
trago descansado en aquella casa rural, y en aquella habitación que para ella
eran un remanso de paz.
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