Hace unos días caminando desde el intercambiador de
Moncloa hasta la sede de la UNED en la calle Senda del Rey, con la intención de
visitar a un profesor de filosofía, decidí alterar mi tradicional ruta, que
hasta ese día seguía sin variación por la Avenida de la Memoria. En vez de
llegar hasta la Avenida de Séneca y desde ahí bajar hasta el Consejo Superior
de Deportes, decidí dar un agradable paseo cruzando el parque del Oeste.
Me
tengo por un buen conocedor de este parque, que tanto en mi etapa de
universitario, como ahora en mi vuelta a las aulas, he frecuentado con
regularidad, ya sea a pie, en bicicleta subiendo desde el Puente de los Franceses,
o en el Autobús, cruzándolo decenas de veces subido en el A que me acercaba al
campus de Somosaguas.
Sin
embargo en esta ocasión y para mi sorpresa me cruce en mi idílico paseo con
unos inquilinos que no esperaba ver en medio de la arboleda.
Alzados de manera imponente, no menos de tres nidos de ametralladoras de hormigón
gris, se levantaban en medio de aquel paisaje bucólico.
Perplejidad,
asombro, sorpresa, incredulidad, extrañeza… la lista de calificativos a lo que
me ofrecía la vista podría seguir divagando por estas lindes, a tenor de lo que
mi cabeza no acertaba a comprender: cómo habiendo pasado tantas veces por esa
misma zona nunca me había percatado de la existencia de tan poco camufladas
moles.
Más
aún, sabiendo cómo el cerco a Madrid, tuvo su principal línea de contención
precisamente en este parque y en esta zona, durante muchos meses, manteniendo a
contendientes de uno y otro bando a escasos metros de distancia, sin más
actividad que la de marcarse, mientras las hostilidades se desarrollaban en
otros escenarios de la España peninsular. Después de haber leído tanto sobre el
asedio a la capital, cómo era posible que se me hubiera escapado la existencia
de estos nidos de ametralladoras, y como no me había topado con ellos en alguna
de mis incursiones por el parque.
Como
llegaba con tiempo a mi cita con mi profesor, y como mi desazón necesitaba de
respuestas, me adentré en medio de aquel paraje donde la pinocha de las ramas caídas
de los pinos se mezclaba con el color marrón de la tierra del que brotaban esas
moles de color gris casi impoluto pese a los años transcurridos, gracias seguramente
a la protección de los árboles. Después de dar una vuelta completa a los tres y
comprobar lo herméticamente sellados que estaban para evitar que nadie los
profanase como siempre ocurre con los edificios viejos o abandonados, mis ojos
se dirigieron hacia algún soporte o cartel, que indicase qué construcciones
eran y desde cuando estaban allí.
No encontré
referencia o alusión alguna. Ninguna indicación, ninguna descripción, ningún dato
identificativo. Nada.
Son
cientos, los restos y las construcciones que se mantienen en pie relativas a la
Guerra Civil. Camufladas, abandonadas o simplemente ignoradas, siguen esperando
a que un trabajo riguroso de identificación e inventario busque la forma de
preservarlas, al ser todas ellas parte de la memoria colectiva de este país.
Deben salir a la luz, deben documentarse y deben enseñarse al público, para que
su conocimiento sea la mejor manera de evitar que nunca vuelva a repetirse algo
así. Son una parte importante de la tan cacareada Memoria Histórica, que como
buenos españoles no dejamos de procrastinar su conclusión, en todos sus parámetros,
una y otra vez.
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