Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




lunes, 21 de mayo de 2018

Con su propia medicina



Bastaron apenas unos segundos viendo aquel vídeo para que se desatase la indignación entre todos ellos. Del silencio a la incredulidad, de la rabia contenida a los insultos en voz alta. En aquellas imágenes, un desalmado de espaldas a una cámara que lo graba sin que lo supiera, golpeaba con saña a un grupo de cabras atadas a una barandilla mientras las ordeñaban.

Cada golpe que daba, moviendo los brazos como si fueran aspas, se incrustaba una y otra vez en sus lomos y cabezas; y cada lamento de aquellos pobres animales era como un estallido que no taladraba los oídos, sino el alma.

-      Ese cabrón va a pagar muy cara su cobardía. Ya va siendo hora de que pruebe su propia medicina.

Elena fue la primera en hablar en medio de aquella atmósfera de sofoco e impotencia. Y esa frase de inmediato se convirtió en un plan de acción: Irían en su busca y le darían la misma receta que él empleaba con los animales, y de la que le habían llegado noticias por varios medios. Nada de perder el tiempo presentando una denuncia que tardaría en llegar a un tribunal. Pese a no verle bien la cara, reconocieron al responsable de aquella canallada. Era el encargado de una explotación agropecuaria que apenas distaba un puñado de kilómetros de donde se encontraban. Conocían sus horarios y la zona de entrada y salida de los empleados. Una hora más tarde estaban en marcha.

Montados en la furgoneta comentaban las reacciones ante la última proeza del grupo: sabotear la montería de caza del jabalí que cada año se celebraba en un coto privado del pueblo; armados con silbatos y cacerolas, se acercaron por sorpresa a la línea de puestos de tiro, haciendo ruido para alertar a los animales, antes de que la rehala con sus perros intentara sacarlos de sus escondrijos. Fue un éxito aunque levantase muchas críticas en toda la comarca.

La carretera vecinal que conducía a la pedanía donde estaba la granja, parecía más solitaria de lo normal. Elena la conocía bien. Hubo un tiempo en que la transitaba casi a diario para ir ver a Jacobo, su novio, varios años atrás. Aquella relación acabó de repente, el día que supo que había dejado embarazada a la panadera. Callada, sentada en la parte de atrás, miraba con melancolía aquel paisaje lleno de pinos, verde y monótono, en medio de un silencio que sus compañeros de viaje, sabedores de su historia, no interrumpieron.
Llegaron a última hora de la tarde. Aparcaron la furgoneta a dos calles de la nave industrial. Armados con palos y bragas que les tapaban la cara esperaban ocultos en un corral abandonado, camuflados en la oscuridad. 

 De repente apareció uno que llevaba ropa y talla similar al del vídeo. Se acercaba al aparcamiento para recoger su coche. No se lo pensaron. En un segundo lo rodearon y antes de que tuviera tiempo de gritar, una cascada de golpes y patadas dio con sus huesos en el suelo, mientras intentaba  protegerse la cabeza.

Como si de mercenarios se tratase ejecutaron el plan con limpieza; sin testigos, sin apenas ruido; abandonaron el lugar con rapidez, sin preocuparse por el estado del apaleado.

Cuando al día siguiente leyeron la noticia en el periódico, comprendieron que la ropa les había llevado a error. Aquel desdichado no era el encargado; se llamaba Jacobo y entre sus numerosas lesiones, le habían reventado la bolsa del escroto.

A la sorpresa por el error, siguió en el grupo un silencio que delataba culpabilidad.
Elena miraba por una ventana, con los ojos fijos en ninguna parte. En su cara se dibujaba una sonrisa…


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