Bastaron apenas unos segundos viendo aquel vídeo
para que se desatase la indignación entre todos ellos. Del silencio a la
incredulidad, de la rabia contenida a los insultos en voz alta. En aquellas
imágenes, un desalmado de espaldas a una cámara que lo graba sin que lo supiera,
golpeaba con saña a un grupo de cabras atadas a una barandilla mientras las ordeñaban.
Cada golpe que daba, moviendo los brazos como si
fueran aspas, se incrustaba una y otra vez en sus lomos y cabezas; y cada
lamento de aquellos pobres animales era como un estallido que no taladraba los
oídos, sino el alma.
-
Ese
cabrón va a pagar muy cara su cobardía. Ya va siendo hora de que pruebe su
propia medicina.
Elena fue la primera en hablar en medio de aquella
atmósfera de sofoco e impotencia. Y esa frase de inmediato se convirtió en un
plan de acción: Irían en su busca y le darían la misma receta que él empleaba
con los animales, y de la que le habían llegado noticias por varios medios. Nada
de perder el tiempo presentando una denuncia que tardaría en llegar a un
tribunal. Pese a no verle bien la cara, reconocieron al responsable de aquella
canallada. Era el encargado de una explotación agropecuaria que apenas distaba
un puñado de kilómetros de donde se encontraban. Conocían sus horarios y la
zona de entrada y salida de los empleados. Una hora más tarde estaban en
marcha.
Montados en la furgoneta comentaban las reacciones
ante la última proeza del grupo: sabotear la montería de caza del jabalí que
cada año se celebraba en un coto privado del pueblo; armados con silbatos y
cacerolas, se acercaron por sorpresa a la línea de puestos de tiro, haciendo
ruido para alertar a los animales, antes de que la rehala con sus perros
intentara sacarlos de sus escondrijos. Fue un éxito aunque levantase muchas
críticas en toda la comarca.
La carretera vecinal que conducía a la pedanía donde
estaba la granja, parecía más solitaria de lo normal. Elena la conocía bien.
Hubo un tiempo en que la transitaba casi a diario para ir ver a Jacobo, su
novio, varios años atrás. Aquella relación acabó de repente, el día que supo
que había dejado embarazada a la panadera. Callada, sentada en la parte de
atrás, miraba con melancolía aquel paisaje lleno de pinos, verde y monótono, en
medio de un silencio que sus compañeros de viaje, sabedores de su historia, no interrumpieron.
Llegaron a última hora de la tarde. Aparcaron la
furgoneta a dos calles de la nave industrial. Armados con palos y bragas que
les tapaban la cara esperaban ocultos en un corral abandonado, camuflados en la
oscuridad.
De repente
apareció uno que llevaba ropa y talla similar al del vídeo. Se acercaba al aparcamiento
para recoger su coche. No se lo pensaron. En un segundo lo rodearon y antes de
que tuviera tiempo de gritar, una cascada de golpes y patadas dio con sus
huesos en el suelo, mientras intentaba protegerse la cabeza.
Como si de mercenarios se tratase ejecutaron el plan
con limpieza; sin testigos, sin apenas ruido; abandonaron el lugar con rapidez,
sin preocuparse por el estado del apaleado.
Cuando al día siguiente leyeron la noticia en el
periódico, comprendieron que la ropa les había llevado a error. Aquel
desdichado no era el encargado; se llamaba Jacobo y entre sus numerosas
lesiones, le habían reventado la bolsa del escroto.
A la sorpresa por el error, siguió en el grupo un
silencio que delataba culpabilidad.
Elena miraba por una ventana, con los ojos fijos en
ninguna parte. En su cara se dibujaba una sonrisa…
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