Esta vez no ha sido la sonora pitada a la llegada
del Rey al palco, ni las banderas esteladas, alternativa popular entre las
huestes soberanistas a la tradicional Senyera.
La polémica ha venido servida por la prohibición de entrar al recinto donde se
celebraba el partido con camisetas amarillas, la mayor parte de ellas con algún
mensaje relativo a los políticos procesados que están en prisión preventiva.
¿Se conculca con esa requisa el derecho a la
libertad de expresión?, ¿Es correcta la actuación de la policía a instancia de
las autoridades?
Que política y deporte no casan bien, no es un
secreto a voces. Los valores que una y otra cosa han de promulgar ni de lejos
pueden acercarse. Impedir que uno manifieste lo que quiera cuando quiera, no
está bien, pero utilizar un evento deportivo para hacer propaganda política
seguramente tampoco.
Mientras veía por televisión las imágenes de algunos
aficionados quitándose la susodicha camiseta a instancias del funcionario
policial que así le instaba a hacerlo, y observando que ninguno de los
interpelados hacía por resistirse o simplemente dar marcha atrás en señal de
protesta, me preguntaba qué hubiera hecho yo en su misma situación. ¿Habría
entrado al estadio? Y si hubiera sido que no, ¿Qué habría ocurrido si todos
hubieran hecho lo mismo y se hubieran negado alegando que se había conculcado
su derecho a la libre expresión?
Hubiera sido una imagen impactante, ver una buena
parte del graderío reservado a los aficionados de ese equipo vacío. Habría sido
un gesto mucho más significativo que la ya desgraciadamente tradicional pitada
al himno, o que sacar a paseo banderas con o sin estrellas.
Pero claro, el sacrificio hubiera sido tremendo:
¿Qué es más importante, luchar por la libertad o ver el fútbol? El precio de la
entrada, el gasto del viaje, volver a la ciudad
y que te digan si eres tonto, que por qué no has entrado…
El fiel de la balanza ha hablado.
París bien puede valer una misa, pero Catalunya no
vale ni perderse un partido de fútbol.
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