Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




viernes, 1 de septiembre de 2017

El canto de un grillo



  Hace apenas unos días, antes de que el cambio de temperatura nos anunciase la próxima llegada del otoño, una pequeña sorpresa vino a instalarse en la noche cerca de la ventana del salón de mi casa. Como tantas otras noches, intentando sobreponerme al cansancio de todo el día de trabajo, por aquello de no dejar ni un solo día sin aprovechar algunas horas para mis cosas, intentaba yo leer, cuando un sonido inesperado vino a distraerme de mis lecturas.

 Un grillo, comenzó a cantar. 

 Solté el libro y como un resorte me asome por la ventana. Completamente a oscuras, sin más referencia que la de mi oído, intente orientarme buscando cual podría ser la procedencia de tan tierno canto. Y como viene siendo habitual, a poco de apoyar mis brazos en el alfeizar de la ventana, el canto remitió. Mi sola presencia, aunque fuera a lo lejos, alerto a mi minúsculo músico nocturno, parando su melodía para camuflarse en la profundidad de la oscura noche.

 Pero él volvería. Solo necesitaba alejarme de la ventana, eliminar mi presencia de su zona de seguridad, para que volviera a las andadas. Y así ocurrió, A poco apartarme de la ventana, mi minúsculo amigo volvió a hacer vibrar sus órganos timpánicos para hacer de su llamada un rito de apareamiento con alguna grilla, o simplemente para hacer notar su zona de influencia como buen macho.

 Sentado en el sofá, de vuelta a mi libro, que manoseaba con las manos pero anclado en la misma línea donde había dejado la lectura antes de oír el canto, mi mente dejaba rienda suelta a los recuerdos, y así en esa tesitura, con una sonrisa en los labios, repentinamente mi cabeza fue divagando acercándome a recuerdos de infancia, alejándome en el tiempo más de treinta y cinco años atrás, cuando salía con mi padre por el campo buscando grillos que poder llevarnos a casa. Ataviados con una pequeña pajita, simple brizna de trigo, la agitábamos suavemente dentro de la grillera, que previamente habíamos localizado gracias al agudo oído de mi padre y a su destreza para localizar tan minúsculos agujeros excavados en el suelo por el insecto. El reclamo de la paja surtía efecto consiguiendo que saliera de su guarida y el último paso consistía en identificar a la presa: si era grilla se devolvía a su agujero, ( las grillas no cantan), y si era macho acababa en algún recipiente, que nos sirviera de improvisado transporte, hasta llevarle a su nuevo hogar, una grillera redonda de plástico, que comprábamos en ferreterías o mercadillos de calle. Colgado de algún clavo en la fachada de la casa y cerca de la ventana, con su hoja de lechuga para alimentarlo, aquel nimio personaje extraído de las profundidades de la tierra nos amenizaba las largas noches en vela donde el calor insoportable no conocía de mejores formas de combatirlo, que tomando el fresco (¿El fresco?, ¡Qué fresco!), hasta altas horas de la madrugada, inigualable oportunidad de organizar tertulias infinitas.




  Siendo muy sincero no recuerdo cuando fue la última vez que oí cantar a un grillo. Desde luego no fue en mi casa, donde el pequeño jardín trasero que hay a veces parece de attrezzo con unos árboles de hoja caduca que solo dan cobijo a alguna paloma de vez en cuando y un almendro que es la gran estrella, especialmente cuando luce esplendoroso con sus primeros brotes a comienzos de primavera, cada año. Vive uno en estado de completo abotargamiento, ajeno a estímulos sencillos, corrientes, aquellos que hace años nos acompañaban en la infancia y adolescencia y a los que seguramente no dábamos importancia alguna por ser obvios y estar ahí siempre. Hoy que mi vida está llena de comodidades, en cambio descubro como el  canto de grillo en una noche de verano puede darme más vida y alegría que cualquiera de todos esos aparatos que me hacen más fácil la vida. Más fácil sí, pero menos sensible, y menos humana, aunque haga por no darme cuenta.

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