Hace apenas unos días, antes de que el cambio
de temperatura nos anunciase la próxima llegada del otoño, una pequeña sorpresa
vino a instalarse en la noche cerca de la ventana del salón de mi casa. Como
tantas otras noches, intentando sobreponerme al cansancio de todo el día de
trabajo, por aquello de no dejar ni un solo día sin aprovechar algunas horas
para mis cosas, intentaba yo leer, cuando un sonido inesperado vino a
distraerme de mis lecturas.
Un grillo, comenzó
a cantar.
Solté el
libro y como un resorte me asome por la ventana. Completamente a oscuras, sin más
referencia que la de mi oído, intente orientarme buscando cual podría ser la
procedencia de tan tierno canto. Y como viene siendo habitual, a poco de apoyar
mis brazos en el alfeizar de la ventana, el canto remitió. Mi sola presencia,
aunque fuera a lo lejos, alerto a mi minúsculo músico nocturno, parando su
melodía para camuflarse en la profundidad de la oscura noche.
Pero él
volvería. Solo necesitaba alejarme de la ventana, eliminar mi presencia de su
zona de seguridad, para que volviera a las andadas. Y así ocurrió, A poco apartarme
de la ventana, mi minúsculo amigo volvió a hacer vibrar sus órganos timpánicos
para hacer de su llamada un rito de apareamiento con alguna grilla, o
simplemente para hacer notar su zona de influencia como buen macho.
Sentado en el
sofá, de vuelta a mi libro, que manoseaba con las manos pero anclado en la
misma línea donde había dejado la lectura antes de oír el canto, mi mente dejaba
rienda suelta a los recuerdos, y así en esa tesitura, con una sonrisa en los
labios, repentinamente mi cabeza fue divagando acercándome a recuerdos de
infancia, alejándome en el tiempo más de treinta y cinco años atrás, cuando
salía con mi padre por el campo buscando grillos que poder llevarnos a casa.
Ataviados con una pequeña pajita, simple brizna de trigo, la agitábamos
suavemente dentro de la grillera, que previamente habíamos localizado gracias
al agudo oído de mi padre y a su destreza para localizar tan minúsculos agujeros
excavados en el suelo por el insecto. El reclamo de la paja surtía efecto
consiguiendo que saliera de su guarida y el último paso consistía en
identificar a la presa: si era grilla se devolvía a su agujero, ( las grillas
no cantan), y si era macho acababa en algún recipiente, que nos sirviera de
improvisado transporte, hasta llevarle a su nuevo hogar, una grillera redonda
de plástico, que comprábamos en ferreterías o mercadillos de calle. Colgado de algún
clavo en la fachada de la casa y cerca de la ventana, con su hoja de lechuga
para alimentarlo, aquel nimio personaje extraído de las profundidades de la
tierra nos amenizaba las largas noches en vela donde el calor insoportable no conocía
de mejores formas de combatirlo, que tomando el fresco (¿El fresco?, ¡Qué fresco!), hasta altas horas de la
madrugada, inigualable oportunidad de organizar tertulias infinitas.
Siendo muy
sincero no recuerdo cuando fue la última vez que oí cantar a un grillo. Desde
luego no fue en mi casa, donde el pequeño jardín trasero que hay a veces parece
de attrezzo con unos árboles de hoja caduca que solo dan cobijo a alguna paloma
de vez en cuando y un almendro que es la gran estrella, especialmente cuando
luce esplendoroso con sus primeros brotes a comienzos de primavera, cada año.
Vive uno en estado de completo abotargamiento, ajeno a estímulos sencillos, corrientes,
aquellos que hace años nos acompañaban en la infancia y adolescencia y a los
que seguramente no dábamos importancia alguna por ser obvios y estar ahí
siempre. Hoy que mi vida está llena de comodidades, en cambio descubro como el canto de grillo en una noche de verano puede
darme más vida y alegría que cualquiera de todos esos aparatos que me hacen más
fácil la vida. Más fácil sí, pero menos sensible, y menos humana, aunque haga por no darme cuenta.
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