Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 25 de julio de 2017

Brunch para la eternidad


  Como cada día, Lorenzo sale puntual a las tres. Son apenas ciento cincuenta metros los que separan su oficina del Hotel Imperial, por cuya entrada pasa de camino hacia el metro. Arrastrando su pesado zapato de la pierna derecha, aquel que con un calzo la nivela con la otra más larga, camina con paso lento pero firme, siempre mirando hacia el suelo, temeroso de encontrarse con las miradas de la gente.

  Al llegar a la altura del hall, su cuerpo se yergue y sus ojos reparan en las fotos que promocionan el brunch del hotel; muestran una mesa repleta de platos con fruta, embutidos, salmón…Todos los días los ojos le hacen chiribitas viendo aquellas fotos, hasta que el festín toca a su fin al toparse con la lista de precios. Aquellos ochenta euros son una barrera casi infranqueable para tan magra economía, apenas alimentada con su mísero sueldo de bedel.

  Hasta que un día, aquella rutina de deseo tocó a su fin y se dijo: 

   -¿Y por qué no? 

  Comenzó a ahorrar. Semana a semana; en una hucha de lata que había comprado en los chinos. Allí guardaba los céntimos que no gastaba en el café de la máquina del trabajo, o lo que costaban los dos botellines que como mucho tomaba con los chicos del barrio, los sábados por la tarde. Cuando Emilio, su mejor amigo, se percató de sus cambios de hábitos, Lorenzo se sintió obligado a contárselo, como si con ello se quitara parte de la pesada carga que se iba endosando a sus espaldas.

   -Tú estás chalado, ¿Qué pintas en un hotel así, y más aún para gastarte un dineral en un simple desayuno? Si tantas ganas tienes de pagar a escote, vámonos al restaurante de Manolo, y allí te dejo que me invites.

   Aunque aquel comentario le dolió, no solo no le achantó de su plan inicial, sino que sirvió para que alargara el plan de ahorro. Una vez tuvo el dinero del brunch, siguió guardando, hasta que tuviera lo suficiente como para alquilarse un traje elegante, adecuado para la ocasión.  

  Y así, año y medio después, Lorenzo salía de la tienda donde había conseguido un espléndido Pierre Cardín azul oscuro para la ocasión. Para no levantar suspicacias, lo llevó a la taquilla de su trabajo, donde se cambiaría el domingo que había escogido para disfrutar de tan deseado convite. El sábado de vísperas, Lorenzo estaba pletórico, y para sorpresa de su cuadrilla invitó a dos rondas de botijos de Mahou, ante la mirada perpleja de quienes le acompañaban esa noche que no perdieron el tiempo con posibles interrogatorios sobre su actitud, tal vez por miedo a perder la oportunidad de seguir abrevando a la salud del inesperado mecenas de la noche.

  Con tanta excitación apenas si pudo dormir esa noche. Se levantó muy temprano y se fue a la oficina, en donde amparado por la soledad de los vestuarios de un día festivo, pudo arreglarse a conciencia, para estar dispuesto a la hora prevista.

 -Buenos día señor, ¿Tiene usted reserva?-,  Al son de aquellas palabras Lorenzo caminaba erguido y orgulloso, siguiendo al camarero que le acompañaba hacia su mesa;  a diferencia de lo que le ocurría cuando vestía de calle, ahora se sentía bien cuando le miraban, como si aquel traje fuera un escudo protector que repelía las siempre dolientes miradas compasivas que a diario le acompañaban con su peculiar andar. Sentado a su mesa, observaba cómo aquellos platos habían decidido salir de las fotos, posándose suavemente uno detrás de otro ante sus ojos. Lorenzo degustaba con emoción aquellas viandas y miraba a su alrededor, entusiasmado de sentirse parte, por un rato, de un escenario que solo antes había imaginado en sueños.  

  En la mesa de al lado, un tipo calvo y orondo, con aspecto de eslavo y zafios modales, comía con ansiedad, sin apenas dar conversación a los dos individuos que le acompañaban a ambos lados de la mesa. Entretenido estaba viendo como deglutía un yogurt cuando el ruido de una bandeja que caía al suelo llena de vasos desvió su atención. El camarero que lo había provocado, sacó de debajo de su chaqueta una pistola y sin más abrió fuego hacia donde estaba aquel individuo, disparando a discreción, sin dar la más mínima opción de defensa o de huida a ninguno de los comensales invitados a aquella mesa de muerte.

 Uno de los disparos desvió su trayectoria accidentalmente, yendo a parar al cuello de Lorenzo, cuya carótida seccionada, apenas tardo unos segundos en dejar su cuerpo exangüe.

  Cuando los periódicos al día siguiente publicaron fotos de la masacre,  con esa impunidad macabra con que el derecho a la información exhibe cuerpos inertes y desangrados, se hicieron eco del asesinato de un capo de la mafia rusa, que de incógnito, desayunaba en el Hotel Imperial acompañado de dos matones, que también pasaron a mejor vida junto a su jefe.

   Entre los fallecidos, de espaldas sobre el suelo y respondiendo a la identidad de Lorenzo E. H. los medios recogían la muerte de un cuarto individuo, considerado un daño colateral provocado por la razia de aquel mercenario asesino. Lo que las fotografías no mostraron, algo que dejó extrañado a la policía forense, fue el gesto que quedó grabado en la cara de Lorenzo, una mueca extraña en su boca, a modo de sonrisa, como si aquel desenlace, no le hubiera pillado del todo por sorpresa. Y allí tumbado, con su traje de etiqueta acabó inmortalizado para siempre aquella mañana de domingo en un lo que acabó convirtiéndose en un brunch para la eternidad.


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