Como cada día, Lorenzo
sale puntual a las tres. Son apenas ciento cincuenta metros los que separan su
oficina del Hotel Imperial, por cuya
entrada pasa de camino hacia el metro. Arrastrando su pesado zapato de la
pierna derecha, aquel que con un calzo la nivela con la otra más larga, camina
con paso lento pero firme, siempre mirando hacia el suelo, temeroso de
encontrarse con las miradas de la gente.
Al
llegar a la altura del hall, su
cuerpo se yergue y sus ojos reparan en las fotos que promocionan el brunch del hotel; muestran una mesa repleta
de platos con fruta, embutidos, salmón…Todos los días los ojos le hacen
chiribitas viendo aquellas fotos, hasta que el festín toca a su fin al toparse con
la lista de precios. Aquellos ochenta euros son una barrera casi infranqueable
para tan magra economía, apenas alimentada con su mísero sueldo de bedel.
Hasta que un día, aquella rutina de
deseo tocó a su fin y se dijo:
Comenzó
a ahorrar. Semana a semana; en una hucha de lata que había comprado en los chinos. Allí guardaba los céntimos
que no gastaba en el café de la máquina del trabajo, o lo que costaban los dos botellines
que como mucho tomaba con los chicos del barrio, los sábados por la tarde.
Cuando Emilio, su mejor amigo, se
percató de sus cambios de hábitos, Lorenzo
se sintió obligado a contárselo, como si con ello se quitara parte de la pesada
carga que se iba endosando a sus espaldas.
-Tú
estás chalado, ¿Qué pintas en un
hotel así, y más aún para gastarte un dineral en un simple desayuno? Si tantas
ganas tienes de pagar a escote, vámonos al restaurante de Manolo, y allí te dejo que me invites.
Aunque
aquel comentario le dolió, no solo no le achantó de su plan inicial, sino que sirvió
para que alargara el plan de ahorro. Una vez tuvo el dinero del brunch, siguió guardando, hasta que
tuviera lo suficiente como para alquilarse un traje elegante, adecuado para la
ocasión.
Y
así, año y medio después, Lorenzo salía de la tienda donde había conseguido un
espléndido Pierre Cardín azul oscuro
para la ocasión. Para no levantar suspicacias, lo llevó a la taquilla de su
trabajo, donde se cambiaría el domingo que había escogido para disfrutar de tan
deseado convite. El sábado de vísperas, Lorenzo
estaba pletórico, y para sorpresa de su cuadrilla invitó a dos rondas de botijos de Mahou, ante la mirada perpleja de quienes le acompañaban esa
noche que no perdieron el tiempo con posibles interrogatorios sobre su actitud,
tal vez por miedo a perder la oportunidad de seguir abrevando a la salud del
inesperado mecenas de la noche.
Con
tanta excitación apenas si pudo dormir esa noche. Se levantó muy temprano y se
fue a la oficina, en donde amparado por la soledad de los vestuarios de un día
festivo, pudo arreglarse a conciencia, para estar dispuesto a la hora prevista.
-Buenos día señor, ¿Tiene usted reserva?-,
Al son de aquellas palabras Lorenzo caminaba erguido y orgulloso,
siguiendo al camarero que le acompañaba hacia su mesa; a diferencia de lo que le ocurría cuando
vestía de calle, ahora se sentía bien cuando le miraban, como si aquel traje
fuera un escudo protector que repelía las siempre dolientes miradas compasivas
que a diario le acompañaban con su peculiar andar. Sentado a su mesa, observaba
cómo aquellos platos habían decidido salir de las fotos, posándose suavemente
uno detrás de otro ante sus ojos. Lorenzo degustaba con emoción aquellas
viandas y miraba a su alrededor, entusiasmado de sentirse parte, por un rato,
de un escenario que solo antes había imaginado en sueños.
En
la mesa de al lado, un tipo calvo y orondo, con aspecto de eslavo y zafios
modales, comía con ansiedad, sin apenas dar conversación a los dos individuos
que le acompañaban a ambos lados de la mesa. Entretenido estaba viendo como
deglutía un yogurt cuando el ruido de una bandeja que caía al suelo llena de
vasos desvió su atención. El camarero que lo había provocado, sacó de debajo de
su chaqueta una pistola y sin más abrió fuego hacia donde estaba aquel
individuo, disparando a discreción, sin dar la más mínima opción de defensa o
de huida a ninguno de los comensales invitados a aquella mesa de muerte.
Uno de los disparos desvió su
trayectoria accidentalmente, yendo a parar al cuello de Lorenzo, cuya carótida seccionada, apenas tardo unos segundos en
dejar su cuerpo exangüe.
Cuando
los periódicos al día siguiente publicaron fotos de la masacre, con esa impunidad macabra con que el derecho
a la información exhibe cuerpos inertes y desangrados, se hicieron eco del
asesinato de un capo de la mafia rusa, que de incógnito, desayunaba en el Hotel Imperial acompañado de dos
matones, que también pasaron a mejor vida junto a su jefe.
Entre los fallecidos, de espaldas
sobre el suelo y respondiendo a la identidad de Lorenzo E. H. los medios recogían la muerte de un cuarto individuo,
considerado un daño colateral provocado por la razia de aquel mercenario asesino. Lo que las fotografías no
mostraron, algo que dejó extrañado a la policía forense, fue el gesto que quedó
grabado en la cara de Lorenzo, una
mueca extraña en su boca, a modo de sonrisa, como si aquel desenlace, no le
hubiera pillado del todo por sorpresa. Y allí tumbado, con su traje de etiqueta
acabó inmortalizado para siempre aquella mañana de domingo en un lo que acabó
convirtiéndose en un brunch para la
eternidad.
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